Jugar a las canchitas, cascarle unos buenos churros, hacerse
leer la suerte, casarse o graduarse, son experiencias recreativas, gustativas, supersticiosas,
amorosas, legales o, en fin, de la naturaleza que se trate, a las que podemos
estar expuestos eventualmente en la vida cotidiana. Pero que sólo en la Alasita
adquieren una dimensión mágica que puede llevarnos a acabar con las manos
repletas de callos goleadores, con el estómago agradecidamente atestado, con el
futuro comprado, o con las relaciones en plena ley lúdica.
Alasita es el rizoma
por el que canalizamos nuestras proyecciones oníricas, menos espirituales –hay
quienes, forzadamente, quieren darle tal sentido- y más materiales –desde el
propio nombre que exalta el comercio y desde su lema: “fiesta de la abundancia”-.
Fiesta mestiza, por lo demás.
Curiosamente, la palabra aymara “alasita” termina en lo que los
hispanoparlantes identificamos como el sufijo “ita”, forma (como su masculino
“ito”) diminutiva, lo que calza a la perfección con su principal
característica: el tamaño importa, pero hacia lo micro.
No creo que sea aventurarse demasiado el afirmar que de lo
dicho deriva la manera –manía- que tenemos los bolivianos de “diminutizarlo”
todo; no sólo los sustantivos, sino también los adjetivos y ¡hasta los verbos y
adverbios!. Unas veces por auténtico cariño, otras por pura zalamería:
maestrito, jefecito, grandecita, ahurita, cuántito caserita…
Por ese mismo culto a la brevedad, la Alasita también es la
fiesta de los mok’os (petizos) como el suscrito, representados por el Ekeko
–combinación de idolillo andino con Segurola, quien ha debido ser un chato bien
pendorcho-.
Así pues, no quiero finalizar esta columna sin mencionar a
algunos colegas del bajo mundo, pendorchines todos ellos: el Carlitos Cholanzo,
el Rodito Globóstegui, el Julito Alborada, el Lobito Naval, el Julito Alagua, y
saludar, especialmente, al tigrito más querido… Chumita Schumacher.
Alasita, oyes; ¡Qué lindo, oyes!