Llego
algo tarde a terciar en la controversia pública que el crédito chino -$us
7.500.000.000; y ya se habla otro próximo a los $us 10.000.000.000- ha
instalado en la deliberación política. Me sumaré indirectamente a la misma trazando
algunas pinceladas que dan cuenta de una proyección algo más compleja que la
que implica la sola adquisición del dichoso préstamo aunque ésta, de por sí,
trae a la memoria la crisis que tuvo que soportar el país a consecuencia de la
abultada acumulación de la deuda externa… ¿estaremos repitiendo el círculo
vicioso prosperidad-deuda-crisis?
Ser sujeto de crédito, como persona, como institución o
como país, no es mala noticia; pero cuando la estructura de tal solvencia es de
dudosa solidez, el acceso al dinero fácil puede transformarse en una auténtica
cruz –no para quienes lo disfrutan en el presente sino para aquellos que
vendrán-. La última vez que al país, con la complacencia de un régimen
convencido de sus “éxitos” económicos, le encachufaron una onerosa deuda, tomó
casi dos generaciones salir de la crisis, gracias a dignatarios que gestionaron
su recompra como a organismos que flexibilizaron sus términos de exigibilidad
y, finalmente, a factores externos –suba de cotizaciones de las materia primas,
históricamente única fuente de ingresos importantes de Bolivia-.
Anecdóticamente, le tocó al dictador que contrató la
mayor suma de deuda hasta entonces, sufrir, en calidad de mandatario elegido
democráticamente, algunas consecuencias de su propia operación (anti)económica.
Lo he mencionado anteriormente y lo reiteraré cuantas
veces sea necesario: los últimos años, el régimen, vía propaganda, ha vendido
la idea de una jauja atribuida a su genial líder, cuando en realidad se trata
de una bonanza con pies de barro dependiente de las cíclicamente volátiles
cotizaciones internacionales.
Para desgracia del régimen, el acceso a la friolera de
siete mil quinientos millones de dólares coincide con el otoño (generalmente
largo) de la economía, poniendo en evidencia lo delicado de la operación, sobre
todo con miras a sus consecuencias en el mediano y largo plazo. Eso, sin contar
con la tentación de echar mano a parte de dichos recursos en lujos y placeres,
tendencia ya arraigada en el seno del régimen, ni con la razonable sospecha de
un festín de comisiones y prebendas, cuando no de latrocinio químicamente puro,
al estilo del Fondo Indígena.
A propósito tal fondo, tengo la sensación que al haberse
descubierto semejante asalta al erario público, ha caído uno de los últimos
mitos aún en pie hasta hace poco: el de la “superioridad moral del indio”
(versión local del “buen salvaje” roussouniano). Sucede que ante el arca abierta,
los burócratas indios y quienes gobiernan en su nombre resultaron varias veces
más pillos que aquellos “culitos blancos” que pasaban por la administración
pública. No sería aventurado que ya estén reclamando su tajada de la “Operación
Dragón” –para recordar una de las películas de mi adolescencia-.
Hay, colateralmente, otra amenaza contra las próximas
generaciones y es la ya explícita intención del sátrapa de permanecer
indefinidamente en el poder, “matando”, en términos políticos, a dos
generaciones: "Los presidentes que duraron mucho tiempo en el gobierno
salvaron a sus países porque les dieron estabilidad económica, política, social
y garantizaron el desarrollo y progreso de sus naciones", ha dicho este
individuo.
¿Franco? (España, 35 años); ¿Stroessner? (Paraguay, 35);
¿Mobutu Sese Seko? (Zaire, 32); ¿Trujillo? (República Dominicana, 31); ¿Stalin?
(URSS, 24); ¿Marcos? (Filipinas, 21), le pregunto.
Habrá que decir, a manera de consuelo, que si consigue
fosilizarse en el gobierno, es probable que, como Banzer, él y sus serviciales
sufran las consecuencias de su propio éxito (anti)económico.