Hace como cinco años, un canal de cable pasó la miniserie “Il Capo dei Capi” (El Jefe de Jefes), que cuenta vida y tropelías del mafioso Salvatore Riina. En un diálogo entre los personajes que encarnan la lucha contra el crimen organizado, uno de ellos señala que una cosa –corriente, comprensible- es combatirlo cuando ocurre fuera y otra –miserable, desgraciada- es hacerlo cuando éste se encuentra, se genera y se maneja en el Estado.
Cuando la mafia se instala en el poder político, lo ejercen mediante redes de extorsión, clanes que controlan los “negocios”, grupos de acoso al “enemigo”… todo esto arropado en seductores discursos de ética, revolución, lucha contra la corrupción, liberación –con la adición de localismos al uso como “descolonización”, “proceso de cambio”, etc.-.
El Estado y los mafiosos encaramados en él sostienen una relación simbiótica en la que aquel otorga las “facilidades” –“ajuste” de los órganos de la justicia y el orden, principalmente- y éstos operan a sus anchas en todas los “espacios” susceptibles de dar buenos réditos, tanto políticos como monetarios: contratos “por invitación”, sobreprecios, narcotráfico, extorsión, contrabando, terrorismo de Estado, siembra de pruebas, avasallamientos… la lista de espacios para la matufia es interminable.
Estado y mafia se vuelven como uña y mugre, tan enorme el primero como sucia la segunda, constituyendo una asociación consustancial en la que, confundidos, impiden la acción de aquellos que intenten tocar sus intereses. Más de una vez terminan silenciados mediante juicios o advertencias de represalias.
Pero, como no hay crimen perfecto, la madeja se va deshaciendo por sí sola, merced a “descuidos” y la hilacha se hace pública.
Hoy, aquel Titanic de la mafia estatal que zarpó desde el puerto de la coca y se hizo dueña del mar parece blandir una bandera S.O.S (Sanabria-Ormachea-Soza) ante su inminente naufragio. Nada menos que los capitanes de la inteligencia, la lucha contra la corrupción y el combate al “terrorismo” están, tras haberse puesto en evidencia sus fechorías, “cantando” de lo lindo fuera del país.
La pregunta, que poco de retórica tiene, es si la mano de la justicia llegará a los coroneles y generales e incluso al jefe de jefes.