Hace unos días, durante el preámbulo a una conferencia sobre la “economía plural”, los cuatro o cinco puntuales que llegamos al salón a la hora que indicaba la invitación comenzamos a hablar sobre deportes. Del fútbol, pasando por el racquetbol, el tenis, el ciclismo y otros –cada quien contando sus tempranas incursiones y posterior abandono de la carrera deportiva por otra más convencional (Descubrimiento: todos somos deportistas profesionales frustrados)- llegamos al ajedrez… lo que inmediatamente trajo a la conversación un episodio de mi vida que había olvidado completamente pese a que, como veremos, fue sumamente intenso cuanto insólito. Quiero dejar establecido que como jugador de ajedrez soy algo menos que discreto.
“Señor Reyesvilla, lo desafío a duelo con el arma que usted escoja” me dijo, en tono absolutamente enérgico un proyecto de suegro, luego de manifestarme su absoluto desacuerdo con la relación amatoria que mantenía con su bellísima hija, digna de mejor partido según su irascible progenitor.
Llevaba prácticamente un año de noviazgo y aunque no tenía un trato familiar con el hombre, tampoco nos andábamos a pastelazos, por lo que su decimonónica invitación a agarrarnos a tiros por la mano de la señorita me dejó brevemente aturdido.
Repuesto del asombro, procesé mentalmente las palabras “con el arma que usted escoja” e intuitivamente di con la debilidad del señor. El duelista se ufanaba de ser un gran ajedrecista. “Acepto”, le dije, “definámoslo frente a frente ante un tablero, usted con las blancas”… Ahora él era el perturbado.
Luego de un largo silencio expresó su acuerdo con la forma de resolver la afrenta. Quedamos el lugar y la hora aunque no los padrinos (porque, evidentemente, no cabía). Para hacer más intenso el cuadro, “Ella” sería testigo del lance; yo sabía que la tenía de mi lado, pero su padre la quería presente seguramente para que viera cómo me destrozaba con tres movimientos.
Vuelvo a recalcar que no soy, ni mucho menos, un regular ajedrecista. Sabía que estaba en desigualdad de condiciones y que lo que estaba en juego, situación también asumida por la bella, era la continuidad de nuestra apasionada relación.
¡Cuál sería mi determinación, mi amor o mi orgullo, finalmente, que durante 50 minutos me convertí en Bobby Fischer! El tipo se retiró cabizbajo, sin mirar a la hija, asumiendo, eso sí, caballerosamente, que lo nuestro no tendría más interferencias de su parte.
Dejo a la imaginación del lector –aunque le sugiero que le sume tres o cuatro veces más- la manera en la que la pareja celebró el jaque mate…
FINAL: Nuestra relación duró cuatro años más en los que se cultivó un mutuo respeto entre el suegro que finalmente no fue y mi persona. Tiempo después me lo encontré en la calle paseando con un niño, fruto de un segundo matrimonio; luego de saludarme atentamente, se dirigió al chiquillo diciéndole: “Saluda al tío Puka”.