Si bien antes de aceptar
la responsabilidad de disponer de un espacio para manifestar mi opinión con
frecuencia periódica (esa se la debo a Robert Brockmann) ya tenía un extenso
historial de escritos publicados, el hecho de hacerlo en las páginas de opinión
del cuerpo principal -para diferenciarlo de los suplementos en los que
colaboraba- le daba un giro importante a tal labor. Cuando inicié la columna,
tenía ideas para dos o tres artículos y, como lo señalé a principios de año,
corre el año 27 desde entonces.
Mis primeras publicaciones
estaban plagadas de citas y menciones a otros autores, para validar mis
criterios, pero, principalmente, por una suerte de inseguridad -aún no había
desarrollado “voz propia”-. Eso no duró mucho y recurrir a esos “apoyos” se
volvió una excepción.
Hago este preámbulo
porque, después de mucho tiempo, reproduciré una parte de un texto de opinión
al que accedí por recomendación de mi contertulio Rodolfo Eróstegui (si usted
desea leer el artículo completo remítase al enlace https://www.nytimes.com/es/2025/01/31/espanol/opinion/trump-ordenes-ejecutivas.html?smid=url-share). La columna en cuestión se llama “¿Qué es lo que define
el inicio del gobierno de Trump? La estupidez”; la firma David Brooks. Sin
dejar de interesarme la descripción de las primeras medidas de la
administración trumpista -me hizo recuerdo al “le meto nomás y que después los
abogados lo arreglen”- me atrapó el listado de seis principios fundamentales
que caracterizan a la estupidez, en particular el sexto, que es el que paso a
transcribir:
“Principio 6: lo contrario de la estupidez no es
la inteligencia, es la racionalidad. El psicólogo Keith Stanovich define la
racionalidad como la capacidad de tomar decisiones que ayudan a las personas a
alcanzar sus objetivos. Las personas presas de la mentalidad populista tienden
a despreciar la experiencia, la prudencia y la pericia, componentes útiles de
la racionalidad. Resulta que esto puede hacer que algunos populistas estén
dispuestos a creer cualquier cosa: teorías conspirativas, cuentos populares,
leyendas de internet y, por ejemplo, que las vacunas son perjudiciales para los
niños. No viven dentro de un cuerpo de pensamiento estructurado, sino dentro de
una fiesta delirante y caótica de prejuicios”.
Extrapolando a nuestro
contexto, la tozudez puede ser considerada como un signo de estupidez. Pienso
en la devaluación del dólar, misma que, pese a que el propio sentido común la
recomienda (¡ni qué decir los organismos económicos locales y globales!) el
régimen masista se resiste a aplicarla. En la balanza de la pertinencia, habrá
que considerar que ya hay una disponibilidad social respecto a que es mejor un
sinceramiento que seguir inmersos en una burbuja que cuando reviente nos termine
de hundir.
En realidad, ni siquiera
tiene que devaluar; suficiente con oficializar la realidad que el mercado ha
marcado respecto a la brecha cambiaria -devaluación de facto-. Pero no lo hace
porque eso invalidaría el “modelo social ynoséquécuentosmás” que
defiende, no obstante su agotamiento.
Aunque no lo he escuchado de
parte de algún precandidato -implícitamente, de repente- ya es tiempo de
proponer la reposición del “bolsín” o de un mecanismo similar para la relación
entre moneda local y divisa.
Otro tanto se debe hacer
respecto al desdichado sistema de justicia, otra de las “genialidades” del
modelo: restablecer un mecanismo meritocrático con garantías de transparencia y
la auténtica participación popular en su administración, los jurados
ciudadanos.
Queda claro que los remedios
resultaron peores que las enfermedades.