Comienzo el año 27 de
“Agua de Mote”, y lo hago como lo vengo haciendo desde hace más de quince; es
decir, en un tono más personal, autorreferencial -suelo decir que, en los
primeros días de enero, nadie está para leer columnas, así es que aprovecho
para hablar de mí-.
La vida me ha deparado
estar en este mundo para celebrar junto a mis coterráneos dos acontecimientos
que no se circunscriben a la fecha en cuestión (6 de agosto) sino que se
conmemoran a lo largo de toda una gestión. Primero, el sesquicentenario y,
desde ahora, el bicentenario de Bolivia, de la República de Bolivia.
En términos familiares
-haciendo abstracción del régimen dictatorial que ejercía el poder-, 1975
comenzó con mucha alegría. A finales del año anterior, merced a una petición de
amnistía hecha por la Iglesia, en principio irrestricta y en los hechos,
restringida, mi padre pudo volver al país cuando prácticamente tenía todo listo
para que nos fuéramos a vivir a Venezuela, nación que lo acogió luego de a ver
sido exiliado a Paraguay. Como varios de los que retornaron gracias a la
mentada amnistía, él estaba considerado entre los “menos peligrosos” a juicio
del régimen; los “más peligrosos no tuvieron la misma suerte.
El año del “sesqui”
encontró a Bolivia en situación de una supuesta holgura -bonanza, digamos-
económica, producto de los “petrodólares” y de la extrema facilidad para la
obtención de préstamos que tiempo más tarde se tradujo una impagable deuda
externa que pasó factura a gobiernos posteriores, particularmente a los de los
primeros años de democracia. No obstante las señales de rezago cambiario,
Banzer se empeño en mostrar que el “peso boliviano”, como se denominada la
moneda, gozaba de buena salud -incluso, su aparato de propaganda llegó a
inventar un personaje, “Robustiano Plata”, para sostener tal versión-. La
cotización fija era de 12 pesos por dólar americano; lo anoto por lo que diré
luego.
La segunda buena noticia
llegó con la convocatoria a un concurso televisivo relacionado con los fastos
del “sesqui”, “Cita con nuestra Historia”. Me entusiasmé con la idea de
participar, pero no calificaba, en razón de que la edad mínima para poder
hacerlo era 18 y, entonces, yo tenía 12. De todas maneras, me presenté ante los
organizadores y les propuse que me hicieran algunas preguntas sobre historia de
Bolivia y las respondí con solvencia -claro que ya en la versión real el grado
de dificultad de las preguntas creció notoriamente-. Hicieron la excepción y
fui el más chico de los concursantes. Había que escoger uno de los cuatro
periodos que la estipulaba la convocatoria; elegí el de 1904 a 1935, el más
complicado puesto que incluye la Guerra del Chaco. Los libros que me
acompañaron fueron Historia General y de Bolivia, de Alfredo Ayala, llena de datos
e ilustrativos cuadros sinópticos; la edición disponible, la de 1958, del
Manual de Historia de Bolivia, de Humberto Vásquez, Teresa Gisbert y José de
Mesa, un clásico de su tiempo; Historia General de Bolivia, de Alcides Arguedas
(hasta 1921) y Nueva Historia de Bolivia, de Enrique Finot, ambos con mayor
incidencia en la interpretación. No me fue mal. Obtuve el premio “Coronel
Ignacio Warnes” dotado de un equivalente a mil dólares de su tiempo, una
pequeña fortuna en manos de un adolescente. ¿Qué hice con esa plata? Compré más
libros, no solo de historia, y me alcanzó para mis primeros discos. Más allá de
la anécdota, recuerdo las monumentales publicaciones, suplementos
coleccionables, particularmente de “Presencia” que editaron los principales
periódicos del país.
El ”bicente” nos encuentra
no solo en año electoral, sino en una situación de extrema gravedad; al régimen
de los 70 le tocó celebrar el “sesqui” cuando todavía se podía maquillar el
crack que vino luego. Ahora estamos en medio -aún falta para estar “en pleno”,
aunque la tozudez del Presidente de insistir con su inviable modelo, así lo
vislumbra- de una situación crítica y con la sensación de que se vienen tiempos
de mayores desastres pero, al mismo tiempo, de oportunidad para superar la
grosera aventura llamada “estado plurinacional”.
Esto no quiere decir, sin
embargo, que don “bicente” pase inadvertido; por el contrario, será la ocasión
para la reafirmación republicana y, sobre todo, la nacionalidad: la condición
de boliviano(a) de todo individuo por el solo hecho de haber nacido en este
suelo, por encima de particularidades identitarias -absolutamente fundamentales
para exaltar nuestra diversidad-. Tenemos una cita con la Historia.