La reciente visita del Relator Especial de Naciones Unidas para la Independencia de Jueces y Abogados me ha dejado un retrogusto agridulce: ha atendido una agenda básicamente oficialista –felicitando al régimen, en sus observaciones preliminares por, supuestamente, “su esfuerzo de encarar una reforma de la justicia en Bolivia"- Es, ciertamente, un cuento de hadas que García-Sayán se lo tragó sin problema; si hubiese tomado en cuenta (al parecer no lo hizo) los argumentos de abogados independientes con los que tuvo contacto, habría necesitado una bolsa para devolver toda aquella ingesta narrativa.
En tímida contraparte, más allá de las obviedades que ni el régimen puede tapar, dejó deslizar buenos deseos y señalar la oportunidad –optimista el hombre- de encarar la reforma, en un gran acuerdo que, según él, estaría encaminado; nuevamente, los juristas independientes le enrostraron que, mientras este régimen administre el Estado, no estarán dadas las condiciones para ello.
Cuestionó la legitimidad de las autoridades judiciales surgidas mediante voto popular y propuso un mecanismo correctivo que no soluciona el tema de fondo, que pasa por anular dicho sistema –el de elección de magistrados- pero para ello se requiere abrir la Constitución y existe el peligro, justificado, de que, una vez abierta, los demonios introduzcan cambios favorables a sus intereses particulares, pero contrarios a los de la ciudadanía.
No me extiendo más en estos puntos, dado que el informe está siendo sometido a profundo escrutinio, en espera del documento extendido que llegará a mediados de año.
Sobre lo que quiero prolongarme un poco más es sobre el del acceso a la información pública. "Tomo nota de que Bolivia aún no cuenta con legislación sobre acceso a la información pública", se lee en el Informe Sayán y me causa gran satisfacción dicha mención porque hurga en algo esencial para la democracia: la transparencia. Y no hay transparencia sin acceso a la información pública.
El primer proyecto de ley al respecto que recuerdo es el que presentó la entonces diputada –estoy hablando de principios de siglo- Susana Peñaranda que llegó a ser considerado en el pleno, pero no prosperó en su tratamiento e imagino que terminó archivado. Para su tiempo, era una propuesta de vanguardia cuyo “defecto” fue el haber sido elaborado por una persona sin la participación de grupos de interés relacionados con el tema.
También rememoro otro proyecto, más consensuado, patrocinado por la exdefensora del pueblo, Ana María Romero, que estuvo a punto de avanzar hasta lograr convertirse en ley, pero los términos “información secreta” (que todo Estado tiene, sobre todo en casos que está en riesgo la seguridad nacional) e “información confidencial” trucaron el camino porque el régimen insistía que debía ponerse en la redacción que la calificación de tal cual carácter quedaba en manos del Gobierno. O sea, hecha la ley, hecha la trampa. Come estos, ha habido otros cuatro intentos por arribar a tal ley.
Más recientemente, Comunidad Ciudadana anunció un nuevo proyecto de ley, aunque no lo ha socializado aún. Entretanto, la sociedad civil –la red UNITAS, por ejemplo- ha urgido a los actores políticos a trabajar hasta que el país cuente con tan vital instrumento legal –en la región, solo nuestro país y Venezuela (¿casualidad?)- no cuentan con el mismo.
Considero también que tanto los representantes de la oposición como la ciudadanía consciente, deben hacer suya la causa del acceso a la información pública para que el régimen se vea obligado a dar curso a una ley de esta naturaleza.