Al finalizar mi anterior entrega (“Aires democráticos; ecos
del debate” del 9 de octubre) señalaba que en la próxima –o sea, la presente-
esperaba respirar el mismo aire, el democrático.
El 87% de los ciudadanos habilitados para votar cumplió con
ejercer su derecho y cumplir con este deber cívico. En una situación regular
esta cifra estaría dentro de los estándares en los que habitualmente nos hemos
venido moviendo en materia de participación electoral, pero, dadas las
condiciones de salubridad en las que se realizó la reciente justa, es un dato
de enorme valor que ha quedado algo relegado por el remezón que sobrevino al
abultado triunfo del señor Arce en la misma.
Lo resalto porque este alto nivel de concurrencia da cuenta
del compromiso democrático de la ciudadanía en al menos una de sus expresiones,
el voto como mecanismo de elección de autoridades político-administrativas
-que, no por nada, se las denomina “electivas”-.
No solo soy demócrata, soy demócrata radical –si cabe-. A
partir del resultado del domingo, así como en procesos de referéndum formé
parte de la mayoría que repudió las acciones del régimen de los catorce años, a
partir de los resultados del domingo, vuelvo a formar parte de la minoría; una
minoría que, seguramente, volverá articular un proyecto para construir mayoría
en los años previos al próximo proceso de elecciones generales; proceso que
puede arrancar con las elecciones locales que están relativamente cercanas.
A riesgo de ganarme la antipatía de muchos, voy a ponerlo
con la mayor claridad posible: el triunfo de MAS es inobjetable, lo fue tan
pronto como se cerró la última ánfora. No lo sabíamos aún, pero los datos
extraoficiales, por su magnitud, no daban margen a esperar algo muy distinto,
cosa que se fue corroborando en la medida en que iban saliendo los resultados
oficiales. La extrema lentitud del recuento oficial generó un ambiente tóxico
que derivó en susceptibilidades que fueron creciendo alimentadas por una
seguidilla de informaciones dolosas (falsas) que inundaron las redes.
La sobrerreacción de muchos ciudadanos –en unos casos
histérica, en otros cuasi metafísica- no contribuyó a racionalizar el hecho
absolutamente legítimo del triunfo de una de las fuerzas sobre las otras. Los
incidentes que se registraron en el proceso, atribuibles a malas decisiones del
TSE, fueron marginales como para alterar significativamente las cifras.
Ahora bien, que, aprovechando “su” momento la opción
triunfadora niegue el monumental fraude cometido hace un año –lo que los
números muestran es, más bien, el agotamiento de la convocatoria de la figura
de Morales Ayma- es tan grosero como aquellos que hoy niegan la legitimidad del
triunfo del señor Arce Catacora.
Antes de que se me malinterprete, reitero con firmeza que
mi compromiso por la preservación de las libertades democráticas, por la
reconstrucción de la institucionalidad, por la restitución plena de los
derechos humanos (entre los cuales no está el de la reelección indefinida), por
la aplicación del debido proceso y, en fin, por la vigencia del Estado de
Derecho, está intacto y fortalecido.
Quiero creer que algo hemos avanzado en este periodo. El
debate, por ejemplo, volvió a producirse. Ciertamente no tuvo mayor incidencia
en la decisión del electorado (uno de los ausentes fue quien recibió el favor
del voto ciudadano), pero es una reconquista que no puede quedar al margen en
futuros procesos electorales. Otra buena noticia es que la distribución de
escaños evitará imposiciones y se hará necesario consensuar algunas decisiones.
Quizás la advertencia de que si perdía se venía una
convulsión, hizo que los indecisos, que acabaron haciendo la diferencia,
apoyaran al partido ganador. La ciudadanía ya no está para soportar conflictos
provocados que afectan su economía, pero tampoco puede vivir eternamente
amenazada por quienes los crean. Esto último es una invitación para que los
seguidores del próximo gobierno hagan honor a la democracia que les dio la
oportunidad de serlo y la honren en consecuencia.