miércoles, 25 de marzo de 2020

Pastillas de Creativol



Una de las cuestiones que seguramente inquietan a buena parte de la ciudadanía, aquella que no está acostumbrada a permanecer en claustro durante una temporada indefinida -si bien hay un límite decretado para la cuarentena, dependerá de cómo se desarrolla el control de la pandemia en nuestro país para determinar si el plazo se mantiene o se extiende- es cómo hacer más llevadera la vida en el encierro. Pienso, sin embargo, en quienes apenas pueden sostener su economía en circunstancias normales y me da vértigo imaginarlos en confinamiento; una solidaria cadena de socorro podría paliar su falta de generación de recursos para satisfacer necesidades muy básicas (admito también que una cosa es decirlo y otra el poder ponerlo en práctica; pero en momentos de gran dolor suele emerger una sinergia social-estatal que lo consigue).

No es que una familia relativamente acomodada pueda sostener indefinidamente una situación –la del encierro- pero mientras más se prologue, la convivencia se hará más compleja: están los efectos gratos, el reencuentro familiar, por ejemplo, pero la limitación física es un reto a nuestra capacidad de generar actividades gratificantes. Por medio de las redes sociales se han estado divulgando sugerencias muy atractivas que van en esa línea.

Hay quienes tienen la fortuna –es mi caso- de que su fuente laboral hubiera optado por el teletrabajo; bajo esta modalidad, uno cumple su jornada laboral de manera análoga a la presencial, aunque en absoluta dependencia de la conectividad que no siempre es óptima. Con todo, es la mejor de las opciones posibles (aplicable solo a cierto tipo de trabajos, además). Empero, ¿el resto del tiempo: las horas de esparcimiento, el fin de semana…?

En tal sentido, tengo el atrevimiento de poner a disposición suya un espacio virtual de mi creación al que le dedico unos minutos al día –llueva o truene- desde agosto de 2015, pero antes de entrar en detalles haré un par de consideraciones.

No se tome a la presente como una publi-columna; lo sería si lo ofrecido fuera a cambio de pago. No solo que no lo es, sino que ni siquiera tiene objeto de lucro, es de libre acceso – de hecho, alrededor de ochocientos ciudadanos están registrados como participantes- y nadie está obligado a verlo.

El otro asunto se refiere al “ranking” de competencias laborales más valoradas en la actualidad. El podio se ve así: 1) Pensamiento crítico 2) Resolución de problemas complejos y 3) Creatividad. Nuestra actividad tiene que ver con la tercera, aunque yo pienso que las tres forman un sistema muy poderoso. Hasta hace 15 años, la creatividad figuraba en el puesto 10 de tales competencias y, de acuerdo a Nicanor Ursúa (Cerebro y conocimiento: un enfoque evolucionista, editorial Anthropos, 1993), el siglo XXII será el Siglo de la Creatividad.

¿Qué tal, entonces, una pastilla de creatividad por día? De eso trata la página “Creativol” alojada en la red Facebook, de estimular la generación de ideas y fortalecer el pensamiento creativo en quienes se acercan a este lugar, mediante textos seleccionados (esas son las “pastillas”), uno por día, de todos los aspectos que involucra esta posesión humana.

Me seduce la idea de hacer de esta iniciativa una herramienta interactiva; pero eso requiere tiempo que, por lo pronto el administrador –el autor de este artículo- no dispone: un foro que involucre a los estudios de la creatividad locales o una galería de emprendimientos de jóvenes creativos, por ejemplo. Quizás esto merezca la creación de otro instrumento vinculado al que es motivo del presente texto.
Queda usted cordialmente invitado(a) a darse una vuelta por “Creativol”.

miércoles, 11 de marzo de 2020

Esas malas palabras



Una ventaja de no estar ligado orgánicamente a una u otra campaña electoral es la de poder expresarme sin cálculo y sin temor a ser políticamente incorrecto.

Digo esto a raíz de batallas de baja intensidad entre candidatos de la dispersa oposición al MAS que se “acusan” mutuamente de plantear la privatización en sus programas con miras a ejercer el poder durante los próximos cinco años.

Es curioso cómo quienes no solo pensaron en abstracto sobre la conversión de las empresas estatales deficitarias o, inclusive, prácticamente en bancarrota, al sector privado, sino que promovieron con convicción tal tránsito, hoy se hagan los ofendidos cuando otro que también hizo lo propio, insinúe que este o aquel van a privatizar esta o aquella empresa estatal –distingo “estatal” de “pública” por razones de precisión que expondré luego-.

A ver, ¿Desde cuándo “privatizar” o su derivada “privatización” son malas palabras? Que el antiguo régimen las considere como tales responde a su orientación ideológica que propende al control absoluto por parte del Estado de la actividad económica suena hasta honesto. En otra vereda, la del capitalismo de Estado, la cosa es algo contradictoria, aunque muy típicamente latinoamericana en su vertiente del populismo de derecha (El régimen del Banzer de los setentas era tan o más estatista que el de Morales Ayma).

Permítame decir que la privatización antes que un asunto ideológico es uno de sentido común, de razones prácticas. No se tendría siquiera que haber acuñado el término si el Estado no se hubiera metido en terrenos que son de su incumbencia. ¡Ojo!, no se me tome por antiestatista a ultranza. Para su propio sustento, para dar apoyo a la cultura y para brindar servicios a sectores de la población que de otra manera no accederían a los mismos, los impuestos son insuficientes y no es prohibitivo que el Estado sea el propietario y administrador de empresas llamadas “estratégicas” –por el bien común o por la soberanía- y suministrador de servicios públicos que, como de algunos tipos de transporte, trabajan a pérdida –en casos como estos, el proveedor del servicio (municipio, gobernación o Estado central) deben dejar en claro que estas actividades no por objeto el lucro, aunque se hará lo posible por optimizar la eficiencia. Incluso con las salvedades mencionadas, ciertas decisiones políticas resultan lapidarias, como en el caso del emplazamiento de la planta de producción de úrea en Bulo Bulo.

Pero de ahí a que Estado entre en plan de competencia desleal a la empresa privada –generalmente bajo el supuesto de tener mercado asegurado, o sea el propio Estado- hay una sideral distancia. Al final, lo único seguro es que estas “empresas estatales” acaben devoradas por la corrupción dado que el principal motivo de su creación es dar “pegas” a su clientela política que ya no tiene cabida en la burocracia estatal.

Por otro lado, no hay un modelo absoluto de privatización. Probablemente, la empresa “Guabirá” sea el ejemplo más emblemático de conversión –compárela con el fiasco llamado “San Buenaventura” y no se hable más-. También está el modelo conocido como “capitalización” (otra mala palabra) que funcionó muy bien con Entel, que luego fue reestatizada y se convirtió en la “caja chica” del régimen de Morales Ayma.

Estoy consciente de que plantear la privatización no es rentable electoralmente; estoy consciente, también, de que la concepción estatista de la economía está fuertemente arraigada en buena parte de la población boliviana. Pero de que va a llegar el momento de hablar a calzón quitado del asunto, no me cabe duda. Lo importante será quitarse los dogmas. Para ello, habrá que revisar los procesos aplicados durante los gobiernos de Paz Zamora y de Sánchez de Lozada (el primero), rescatar y mejorar lo bueno de los mismos y evitar lo malo que, sin duda, también lo hubo.