miércoles, 11 de marzo de 2020

Esas malas palabras



Una ventaja de no estar ligado orgánicamente a una u otra campaña electoral es la de poder expresarme sin cálculo y sin temor a ser políticamente incorrecto.

Digo esto a raíz de batallas de baja intensidad entre candidatos de la dispersa oposición al MAS que se “acusan” mutuamente de plantear la privatización en sus programas con miras a ejercer el poder durante los próximos cinco años.

Es curioso cómo quienes no solo pensaron en abstracto sobre la conversión de las empresas estatales deficitarias o, inclusive, prácticamente en bancarrota, al sector privado, sino que promovieron con convicción tal tránsito, hoy se hagan los ofendidos cuando otro que también hizo lo propio, insinúe que este o aquel van a privatizar esta o aquella empresa estatal –distingo “estatal” de “pública” por razones de precisión que expondré luego-.

A ver, ¿Desde cuándo “privatizar” o su derivada “privatización” son malas palabras? Que el antiguo régimen las considere como tales responde a su orientación ideológica que propende al control absoluto por parte del Estado de la actividad económica suena hasta honesto. En otra vereda, la del capitalismo de Estado, la cosa es algo contradictoria, aunque muy típicamente latinoamericana en su vertiente del populismo de derecha (El régimen del Banzer de los setentas era tan o más estatista que el de Morales Ayma).

Permítame decir que la privatización antes que un asunto ideológico es uno de sentido común, de razones prácticas. No se tendría siquiera que haber acuñado el término si el Estado no se hubiera metido en terrenos que son de su incumbencia. ¡Ojo!, no se me tome por antiestatista a ultranza. Para su propio sustento, para dar apoyo a la cultura y para brindar servicios a sectores de la población que de otra manera no accederían a los mismos, los impuestos son insuficientes y no es prohibitivo que el Estado sea el propietario y administrador de empresas llamadas “estratégicas” –por el bien común o por la soberanía- y suministrador de servicios públicos que, como de algunos tipos de transporte, trabajan a pérdida –en casos como estos, el proveedor del servicio (municipio, gobernación o Estado central) deben dejar en claro que estas actividades no por objeto el lucro, aunque se hará lo posible por optimizar la eficiencia. Incluso con las salvedades mencionadas, ciertas decisiones políticas resultan lapidarias, como en el caso del emplazamiento de la planta de producción de úrea en Bulo Bulo.

Pero de ahí a que Estado entre en plan de competencia desleal a la empresa privada –generalmente bajo el supuesto de tener mercado asegurado, o sea el propio Estado- hay una sideral distancia. Al final, lo único seguro es que estas “empresas estatales” acaben devoradas por la corrupción dado que el principal motivo de su creación es dar “pegas” a su clientela política que ya no tiene cabida en la burocracia estatal.

Por otro lado, no hay un modelo absoluto de privatización. Probablemente, la empresa “Guabirá” sea el ejemplo más emblemático de conversión –compárela con el fiasco llamado “San Buenaventura” y no se hable más-. También está el modelo conocido como “capitalización” (otra mala palabra) que funcionó muy bien con Entel, que luego fue reestatizada y se convirtió en la “caja chica” del régimen de Morales Ayma.

Estoy consciente de que plantear la privatización no es rentable electoralmente; estoy consciente, también, de que la concepción estatista de la economía está fuertemente arraigada en buena parte de la población boliviana. Pero de que va a llegar el momento de hablar a calzón quitado del asunto, no me cabe duda. Lo importante será quitarse los dogmas. Para ello, habrá que revisar los procesos aplicados durante los gobiernos de Paz Zamora y de Sánchez de Lozada (el primero), rescatar y mejorar lo bueno de los mismos y evitar lo malo que, sin duda, también lo hubo.

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