A veces, la historia avanza no porque haya grandes consensos, sino porque se agota la paciencia. Y Bolivia, tras casi dos décadas de hegemonía azul, parece haber llegado a ese punto. No estamos ante un simple proceso electoral, sino ante el probable desenlace de un largo ciclo de poder que —como todo ciclo prolongado— termina más por desgaste que por mérito ajeno. El MAS, en todas sus versiones, ha entrado en la zona crepuscular. Y el país, lejos de temer el cambio, parece desearlo con una intensidad contenida.
Curiosamente, este contexto
abre una ventana inesperada. Hay momentos en que reformas estructurales
—largamente postergadas, difíciles de explicar o de digerir— encuentran un
terreno más fértil no porque la gente las entienda mejor, sino porque las
quiere más. Y las quiere porque, simplemente, ya no soporta más de lo mismo.
En otras palabras: se abre una
rara oportunidad. Lo que hace diez años habría provocado bloqueos, paros y violencia
explícita, hoy podría contar con una inusual disponibilidad
social. No es una cuestión de convencimiento técnico, sino de
hartazgo político.
¿Privatizar empresas
deficitarias? ¿Reestructurar el aparato estatal? ¿Revisar la Ley de Pensiones?
¿Despolitizar la justicia? Todas esas propuestas, impensables bajo un gobierno
masista —más por dogma que por análisis— podrían hoy encontrar eco incluso
entre sectores populares. Porque cuando el péndulo político finalmente se
detiene, el país no solo gira de color: también cambia de humor.
Pero cuidado: esta apertura no
será indefinida. Es un instante fugaz, un parpadeo de la historia. Si el
próximo gobierno —posiblemente salido de la actual oposición— no actúa con
inteligencia y rapidez, ese capital simbólico se diluirá como tantas veces ha
pasado. No basta con que el MAS se vaya; hace falta que el nuevo proyecto
convenza y enamore. Y que lo haga no con retórica grandilocuente, sino con
reformas concretas, visibles y sostenibles.
Es cierto: no hay mandato más difícil que gobernar después de un ciclo largo de abuso del poder en todo sentido. La esperanza es tan grande como la desconfianza. Pero también es cierto que pocas veces hay tanto espa
cio para mover las placas tectónicas del país sin provocar terremotos sociales -roguemos porque sea así-. Bolivia no está simplemente en puertas de una elección. Está en una etapa de “reseteo” emocional. Y eso —si se lo entiende bien— puede ser la llave para transformar, no solo administrar.
No se trata de venganza ni de
revancha. Se trata de reconstrucción. Y para eso, la nueva dirigencia
necesitará algo más que programas: necesitará coraje, imaginación y una lectura
aguda del momento. Porque la ciudadanía, cuando se cansa de unos, también
otorga a otros licencias breves, intensas e irrepetibles para cambiar las cosas
en serio.
Así estamos. Al borde de una
transición que, si se la asume con claridad, puede ser más que un cambio de
nombres. Puede ser —por fin— el comienzo de un país distinto. Uno donde los
grandes cambios ya no dependan del aplauso callejero, sino de la convicción
colectiva de que seguir igual es lo único inaceptable.
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