miércoles, 2 de diciembre de 2020

TRUMPEVADAS

 




Alguien pierde un referéndum que le permitiría postularse indefinidamente a la presidencia y, a la vuelta de la esquina, cinco años más tarde, otro pierde la elección que le permitiría quedarse un periodo más en el poder.

En el primer caso, el derrotado y sus serviciales operadores montan una estrategia de reversión que empieza con la negación del hecho y continúa con acciones legales –son “dueños” del Tribunal Constitucional y controlan el parlamento- para sentenciar que el sujeto puede prorrogarse ad infinitum en el gobierno.

La negación se sustenta en una “gran mentira”, una conspiración orquestada por la oposición, usando a una inocente dama a quien se le atribuye haberse internado en los aposentos del jefazo para desacreditarlo ante la ciudadanía, de modo que ésta le exprese su repudio votando por el “No” a la aspiración de atornillarse para siempre a la silla presidencial.

La arremetida jurídica consiste en hacer aparecer un supuesto derecho humano a la reelección indefinida, bendecido por tribunos rastreros, lo que habilita al personaje a volver a postularse. Tras la elección y en la medida en que avanza el coteo de votos, se da cuenta de que éstos no le alcanzarán para hacerse del triunfo en primera vuelta, por lo que, junto a “su” órgano electoral, los operadores del régimen acuden al fraude sin prever una probable reacción ciudadana que pone coto a tan grotesco montaje.

Un lustro después, el derrotado (2) y sus serviciales operadores montan una estrategia de reversión que empieza con la negación del hecho y continúa con acciones legales –ejercen cierta influencia sobre algunos jueces y tienen un equipo jurídico inescrupuloso- para argüir una supuesta conspiración, patraña sin pies no cabeza que algunos se la compran.

Con la negación de la contundente victoria de su oponente, atribuyéndola a un “fraude electoral” existente solo en la afiebrada cabeza azanahoriada del derrotado, él y sus amigotes quieren ampliar su estancia en el poder, contra la voluntad ciudadana expresada en las urnas (o, transferida al colegio electoral, si se prefiere). Tengo mis reparos sobre el sistema de elección de EEUU que, entre otras cosas, pese a haber perdido por más de dos millones de votos ante la candidata rival hace cuatro años, le otorgó el triunfo entonces y, en respeto a las reglas del juego, ella reconoció al candidato electo sin grandes aspavientos. En la elección reciente ambas cosas se corresponden: la brecha del voto popular entre el ganador y el indecente perdedor es de una dimensión pocas veces vista, y el voto del colegio electoral lo corrobora.

La arremetida jurídica –pena por un otrora lúcido exalcalde- consiste en hacer aparecer una supuesta conspiración y maquinar una deslegitimación del triunfo del adversario para luego intentar revertir la situación a su favor. Pero las instancias apeladas, incluso aquellas donde había “amigos”, le fueron diciendo sistemáticamente que “no way” –o, “no, güey”, según quién lo diga-.

Lo más delicado del asunto es que tal individuo ha colocado a la democracia de los “padres fundadores” al borde del abismo, dejando a su legítimo sucesor la tarea de curarla de sus heridas. Entretanto, este último ya ha hecho designaciones importantes y ha instado su equipo económico para llegar al 20 de enero con lo necesario para afrontar el reto que le espera.

Puede tratarse de una similitud, de parecidos razonables o de pura coincidencia; el caso es que la diferencia entre un populista y otro, así sean de distinta, opuesta inclusive, corriente, no es muy grande.

Ahora bien, ¿hay algo más vomitivo que las personas comparadas en este texto? Sí, lo hay: quienes justifican fanáticamente los desvaríos de aquellas.

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