miércoles, 1 de junio de 2022

El Gobierno y los ovnis


 

En mis años mozos se puso de moda una literatura que, con pretensiones científicas, versaba sobre fenómenos insólitos que, según los autores –algunos bajo seudónimos- que se ocupaban de ello, eran manifestaciones de dimensiones paralelas que en algún momento habían hecho contacto con la especie humana, cuando no del origen extraterrestre de ésta; por supuesto que estas suposiciones, pues de teoría no tienen nada, encendían la imaginación de ávidos lectores que tan pronto terminaban un libro esperaban ansiosamente el próximo para contar con mayores certezas sobre visitantes cósmicos que nos legaron tecnologías capaces de trasladar pesados bloques líticos, como si fuesen dulce de algodón, a enormes distancias del lugar de emplazamiento de construcciones colosales, por ejemplo. Curiosamente, la rueda tardaría algún tiempo en ser inventada.

El clásico del género fue “Recuerdos del futuro” del pseudoarqueólogo Erich von Däniken, seguido por sus epígonos que escribían sobre las pirámides y sobre las catedrales; en el borde del paroxismo, todo tema “exótico” era motivo de obras que ensayaban explicaciones estrambóticas, por lo anticientífico de las mismas, pero que gozaban de gran popularidad. ¡No había charla que no tocase estos asuntos!

Admito, no sin vergüenza, que leí buena parte de esos textos y aunque no se los puede tomar en serio, al menos derrochan imaginación y cierta curiosidad por lo “extraño”.

Escarbando en mi memoria, porque no pienso consultar dichos escritos, me parece que uno de esos supuestos –que evidentemente no consideran la sincronía de la existencia de unas con otras- era que las civilizaciones antiguas podían comunicarse entre ellas mediante “puertas dimensionales”. Hace poco, durante una visita a la Isla del Sol, un guía del lugar reiteró tal versión, e incluso nos introdujo a unas cámaras que, según su explicación, servían para tal cometido.

Pero, ¿a qué cuernos viene toda esta historia?, se preguntará usted. Y yo le respondo “pregúnteselo al ministro de Obras Públicas”, dado que nos ha venido con el cuento de que el aeropuerto de Copacabana está en pleno funcionamiento, y que el problema no es suyo, sino de las aerolíneas que no incluyen a la bahía en sus planes de vuelo. Cosas similares suceden con estadios emplazados en medio de la nada (“La FIFA no programa partidos ahí”, sería el argumento de su inutilización) o de cierto museo dedicado al culto de un sujeto endiosado por la propaganda (“No es una religión muy masiva aún”, podría argüir tal ministro).

Eso es lo que pasa cuando un Estado ha dispuesto de ingentes cantidades de recursos provenientes de las buenas cotizaciones (primario exportador) hace, suponiendo que aquellos nunca van a mermar y sin considerar la factibilidad de las obras, que acaban convirtiéndose en elefantes blancos. Llamativamente, el susodicho ha dicho que se va a seguir construyendo aeropuertos. Ojo, no estoy en contra de ampliar la infraestructura, de la naturaleza que sea; lo que no acepto es que se lo haga sin ton ni son.

Pero ya que andamos en estas, le sugiero al dignatario que se haga un circuito de “ovnódromos” de última generación a lo largo y ancho del país: en Sorata, en Tihuanacu, en Samaipata, en Porvenir, en el salar de Uyuni, en la Chiquitanía… Si ya el mundo nos envidia por nuestra exuberante economía, los astros se rendirán a nuestros pies por tan portentosas terminales cósmicas. Y si lo extraterrestres no las usan, será problema de ellos, no del Estado Plurinacional. Lo atractivo, eso sí, serán las siderales comisiones que llegarán desde Stonehenge pasando por el triángulo de las Bermudas.


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